lunes, 15 de noviembre de 2010

II Guerra Mundial y sus consecuencias.

Hola amigos, os enlazo con un interesante artículo para que le deis un poco de trabajo a la sesera si es que aun os queda algo de inquietud y voz propia en estos tiempos en que todo está ferozmente manipulado y alineado.


Otra historia del Holocausto

El historiador inglés David Irving, de 68 años, ha sido puesto en libertad ayer, después de permanecer 13 meses en una cárcel vienesa. ¿Por qué estuvo preso Irving?

Porque en Austria, adonde fue a dictar un par de conferencias, es un delito que merece la cárcel el dudar del Holocausto judío, el sospechar de sus acrecentadas magnitudes de posguerra, el suponer que el drama real fue desfigurado en dimensiones apocalípticas a la hora de crear el estado de ánimo internacional que permitió la edificación del estado de Israel.

Irwing es un revisionista, para algunos. Pero para los judíos y sus adjuntos es un negacionista neonazi. Sea como fuere, ha escrito decenas de libros que tratan de formular preguntas –capciosas muchas, cínicas otras, realistas otras- en torno a cuestiones claves del llamado Holocausto, así, con las mayúsculas que el poder del sionismo demanda y consigue casi como un estatus mortuorio de país favorecido por la lástima.

Que los nazis fueron unos criminales antijudíos, de eso no hay ninguna duda razonable. Que hubo leyes asquerosamente antisemitas en el Tercer Reich, eso es algo que nadie puede cuestionar si no es desde la infamia. Que hubo persecución de cientos de miles de judíos y exterminio de un número no determinado de ellos en campos de concentración que fueron monumento a la infamia, pues eso no merece discusión alguna. Pero no son esas cosas las que Irving y los revisionistas de toda laya han puesto en cuestión.

Lo que el revisionismo-negacionismo pone a debate es, en resumen, la magnitud del evento, las características sistemáticas del mismo y la verosimilutud de muchos de los testimonios que han servido a lo largo de estos años para crear, desde la fábrica de Cecil B. de Mille y Steven Spielberg, ese siempre insuperable PBI de tragedia que Israel parece reclamar sólo para sí.

–Somos el único pueblo que ha perdido seis millones de su gente en una masacre –dice el judaismo internacional.

–Ni es la única masacre mundial de la que debamos arrepentirnos como humanos ni fueron seis millones los muertos –dicen los revisionistas no-nazis (porque hasta de izquierda hay).

Decir que no fueron seis millones es algo tan discutible como el redondeo mismo, como la fúnebre facilidad de esa cifra.

¿De dónde sale? ¿Qué censos la nutren? ¿Cómo se desagrega campo por campo? ¿Cuántos documentos alemanes “de bajas” se corresponden con un cálculo tan trágico? ¿Qué sumas y restas la facilitaron? Y lo que es más importante, ¿por qué es relevante? ¿Y por qué no habría de serlo? ¿No es la historia un relato sobrio y lo más preciso posible de lo que sucedió? ¿Por qué es importante saber con precisión aritmética a cuántos fusiló el franquismo triunfante en los tres primeros años de la posguerra española y no debe de serlo saber a cuántos judíos mató la soldadesca de Hitler?

No hay respuestas. Y en algunos países, no hay ni siquiera preguntas. Porque si usted formula esas preguntas –u otras parecidas- en España, Eslovaquia, República Checa, Lituania, Polonia, Alemania, Francia, Canadá, Austria, Bélgica, Rumanía e Israel, pues puede ir derecho a la cárcel. Como lo lee: en esos países dudar de la magnitud del Holocausto –no negarlo, dudar de su hipérbole propagandística y del uso asesino que hace de ella subyacentemente el estado de Israel- está contemplado como delito en el Código Penal.

O sea que en esos países –incluida la presuntamente liberada España- uno puede decir que los negros merecieron la esclavitud, o que los incas no fueron exterminados sino tan sólo diezmados por las epidemias, o que el separatismo kurdo se la buscó con Saddam Hussein, o que la masacre armenia a manos turcas era un asunto que Europa hizo bien en no mirar… Usted puede decir, en esos países, lo que le dé la gana, excepto poner en tela de juicio el tamaño del Holocausto. Por esa razón sí puede ir usted preso.

¿Cómo? ¿Y el artículo 19 de la Declaración 217 de la ONU, llamada la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece el derecho irrestricto y jamás perseguible de la opinión propia? ¿Y la libertad de expresión, implícita en cuanta ley occidental sobre derechos civiles se ha formulado?

Esos son derechos menores a los que reclama, con éxito, el lobby judío mundial: el derecho a suprimir todo debate y el de blindar una “verdad histórica” con la amenaza de la prisión.

O sea que en nombre del antinazismo, que todos podemos compartir, se ha creado un campo de concentración de las ciencias sociales donde los historiadores están prohibidos de moverse de barraca y de hacerle preguntas a sus custodios.

¿Y eso por qué no lo sabe la gente?

Porque el lobby judío peruano, por ejemplo, ha prohibido hablar inclusive de la prohibición que pesa sobre el tema.

Alguna vez el historiador Robert Faurisson fue expulsado de su cátedra por plantear cuestionamientos en torno al Holocausto. Fue un judío honesto hasta la médula, genial como Einstein y Marx, quien lo defendió en medio de la lapidación “universitaria” que se estaba produciendo. Ese judío fue Noam Chomsky, quien sostuvo que no estaba de acuerdo con Faurisson pero que menos acuerdo podía tener con quienes querían amordazarlo. Los extremistas judíos, esos que hoy se complacen con la política de exterminio del pueblo palestino, dijeron entonces –a principios de los 80- que Chomsky era un traidor. Porque para ellos la intolerancia es siempre un reducto victimista.

No se necesita ser nazi ni mucho menos para formular preguntas en torno a eso que la tele y el cine nos recuerdan cada 30 días. Por ejemplo, ¿por qué una verdad histórica puede ser tan débil o vulnerable como para impedir su debate con la amenaza de las rejas? ¿Por qué el tribunal de Nuremberg, que juzgaba los evidentes crímenes de guerra del nazismo, no realizó un peritaje aproximativo respecto del número de víctimas?

¿Por qué no se exhibieron los documentos que los escrupulosos criminales de guerra nazis escribieron –o debieron de escribir- dando cuenta de cada asesinato de judíos en los campos de concentración? ¿O es que tales documentos no existieron por temor a la derrota o a la posteridad? Y si no existieron, ¿de dónde parte la base documental para el espantoso cálculo de los seis millones?

¿Por qué el Comité Internacional de la Cruz Roja protestó, en 1944, en contra de “la guerra aérea” de los aliados, que ya había fulminado Dresden, más dos tercios de Alemania y Japón, y había matado a miles de prisioneros en campos de detención considerados como blancos colaterales inevitables, y no lo hizo en relación a lo que ya debía de ser evidente, es decir el carácter varias veces millonario de la matanza nazi de judíos?

Son preguntas legítimas que no quieren negarle nada a quienes sufrieron la persecución antisemita del nazismo. Sólo quieren una verdad menos sostenida en el chauvinismo y la venganza. Sólo aspiran a una historia de mejores perfiles académicos. Una historia que explique, por ejemplo, por qué muchos testimonios originales hablaron del gas Zyclon-B circulando por las duchas y otros posteriores describieron huecos en los techos por donde entraba el sutil vapor del ácido cianhídrico que despedían los gránulos –que no los gases estrictamente hablando- del horrendo producto fabricado por la Bayer.

Que una duda así no pueda formularse en países que se dicen civilizados –y civilizadores como en el caso de Francia- alcanza a ser una vergüenza universal.

César Hildebrandt

Enlace original:
http://www.larepublica.es/spip.php?article3305

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